viernes, 9 de septiembre de 2022

Jazz. Nueva Orleans



A orillas del Misisipí, Nueva Orleans siempre ha sido un crisol abierto a toda clase de razas y músicas. Pero son el jazz y el blues los sonidos que le otorgan un carácter único. Es su cuna y allí pervive su templo: el Pre­servation Hall, donde los blancos buscan los sonidos de los negros.

                           

TEXTO: JAVIER PÉREZ DE ALBÉNIZ

FOTOGRAFÍA: ALVARO LEMA




Dicen los viejos músicos de Nueva Orleans que los duendes del jazz están abandonando Bourbon Street. Escapan de una ciudad co­rrompida por el turismo para re­gresar al bayou, a las regiones pantanosas. Desde allí tenderán de nuevo su manto de sabiduría e inspiración, de feeling (sentimien­to), sobre los olvidados intérpre­tes rurales. Entonces el jazz habrá vuelto a la vida, habrá recuperado su pureza y podrá regresar para asentarse de nuevo, esta vez con la cabeza bien alta, en una hasta entonces desierta calle del Bour­bon. Nueva Orleans dejará para siempre de ser considerada por la Norteamérica conservadora como el burdel del sur, y retomará la condición de cuna del jazz.

Un público sobrealimentado y mal vestido devora música conapetito feroz en las calles que for­man el Barrio Francés, en el viejo corazón de Nueva Orleans. Son blancos que buscan sonidos crea­dos e interpretados por negros. Turistas de piel lechosa que tratan de adquirir, por el precio de una jarra de cerveza, algunas dosis de la música más pasional y sincera jamás creada. El jazz y el blues otorgan a la ciudad portuaria del Estado de Luisiana un carácter especial que, en opinión de los jazzmen más veteranos, conserva poco de las primitivas y verdade­ras raíces del género. Es una nue­va forma de tiranía, dicen; una corrupción a la que se ve someti­da una parte importante de la cul­tura de un pueblo para poder so­brevivir.

Nueva Orleans, la antigua ciu­dad de los placeres, se resiste a perder por completo tan privile­giada condición. El jazz nació en Storyville, el barrio de las casas de citas, por razones obvias: los mú­sicos no podían tocar sus sucias canciones, la mayor parte de las veces con el sexo y el exorcismo como temas centrales, en las igle­sias, y en las calles hacía demasia­do calor, o demasiado frío. Los burdeles acogieron a los primeros músicos de jazz, y les pagaron por poner ritmo a sus clientes. En 1917, el almirantazgo cerró Story­vine, en un intento por acabar con la oleada de violencia y vicio que asolaba la ciudad. En la calle de Bienville aún se puede ver lo que queda de uno de los garitos de aquella época dorada, mientras en el Barrio Francés se levantan ahora los nuevos burdeles, camu­flados como saunas o bares en los que bailan chicas. "Todo está al alcance de tu mano en Nueva Orleans", asegura el portero, de as­pecto tan retorcido y dañino como una serpiente, que vigila la entrada a uno de los clubes situa­dos en la calle de Chartres. "Lo único que hay que saber es dónde encontrarlo y cuánto hay que pa­gar por ello".

Críticos con la realidad, mu­chos músicos recuerdan con año­ranza un pasado que, aseguran, siempre fue mejor. Ahora los ne­gros hacen la música y los blancos la disfrutan. Apenas hay gente de color entre el público de los prin­cipales locales; si no están sobre el escenario, estarán sirviendo en la barra o recogiendo las mesas. Son los brutales contrastes de una ciu­dad que navega entre acentos criollos, empresas petroleras, co­mida explosiva y ritos del vudú; una ciudad que es el tercer puerto más importante del mundo y posee el ritmo de un sonido inimi­table y eterno.

Hoy el río tiene un color cho­colate nada apetecible, y sus ori­llas están sembradas de fábricas y almacenes; el reconstruido Barrio Francés ha sido tomado por hor­das de turistas y los barrios más calientes se han convertido en guetos intransitables. De la pre­sencia española quedan los nom­bres de las calles; de la francesa, la arquitectura de algunas zonas y la melancolía de sus habitantes. Nueva Orleans mantiene, pese a todo, la magia de la ciudad que gestó el jazz.

El Preservation Hall, templo sagrado de esta música, es un buen ejemplo. Decrépito, ajado por el paso del tiempo y del públi­co, este club se levanta desde 1861 en el número 726 de la calle de St. Peter. Hoy y son necesarias colas de hasta dos horas para poder en­trar, algo muy diferente a lo que sucedió cuando se puso en prácti­ca la idea original de sus propieta­rios. Cuando el jazz dejó de ser una música rentable en Nueva Or­leans, hacia 1940, un marchante de arte contrató a un puñado de mú­sicos veteranos para que animasen su galería. Allen Jaffe, director del Preservation Hall durante los pri­meros años sesenta, recuperó esta idea y convirtió su local en una particular casa de caridad. Ayuda­ba a los instrumentistas viejos y pobres, les preparaba giras y, de paso, trataba de recuperar con su presencia la época dorada del lo­cal, los días en los que fue una sala de baile frecuentada por todas las estrellas del momento.

Sentados en el suelo, sin poder tomar una sola copa, decenas de personas se apiñan en el mi­núsculo local cada noche para es­cuchar a los veteranos músicos de la Preservation Hall Jazz Band. Suena St. Louis blues, de William Christopher Handy; Mood Indigo, de Duque Elling­ton, y las tradicionales His eye is on the sparrow y When the saints goes marchin'in. "Tocar aquí es como pintar en la Capilla Sixti­na", dice uno de los miembros de la banda mientras limpia meticu­losamente la boquilla de su clari­nete.

Ferdinand Joseph Lamothe, más conocido por el seudónimo de Jelly Roll Morton, alardeaba de dos cosas: de ser el creador del jazz y de su capacidad para satis­facer sexualmente a 10 mujeres. Tan buen músico como vividor y bocazas, Morton seguramente mentía en ambas afirmaciones.

El jazz es una música demasiado abierta y compleja como para poder adjudicar su paternidad a un solo nombre; por otro lado, su mujer llegó a afirmar, para su vergüenza, que "no era lo que normalmente se llamaría un hombre de gran actividad se­xual". Lo cierto es que, partiendo del ragtime, llegó hasta lo que se entiende por jazz en las primeras décadas del siglo XX. Con una vida plagada de anécdotas, que inventaba y mantenía, Jerry Roll Morton está considerado como uno de los primeros reyes del jazz. Después vendrían otros nombres, tan oscuros como los de Joe Oliver o Jimmy Mc Port­land y tan populares como los del mismísimo Louis Armstrong, el huracán de Nueva Orleans.


Armstrong es para muchos el músico responsable del éxito y expansión del jazz a nivel mun­dial. Sin él, posiblemente este gé­nero nunca hubiera salido de las calles de Nueva Orleans. Nació, según cuenta en su autobiogra­fía, el 4 de julio de 1900, en un barrio llamado El Campo de Ba­talla, en el sector más duro de Nueva Orleans. Aprendió a tocar la trompeta en el reformatorio, donde fue internado con 14 años por disparar una pistola en plena calle para celebrar el año nuevo, y comenzó su ascensión acompa­ñando a la Creole Jazz Band en los años veinte. El arquitecto Le Corbusier le recordaba como "el titán del grito, del apóstrofo, de la carcajada y el trueno". Jean Cocteau veía en Armstrong "el punto perfecto donde coinciden la oración celeste y el erotismo infernal". Armstrong, siempre humilde, se consideraba un amante de su trompeta y de su ciudad. "Cuando toco en Nueva Orleans", aseguraba, "siento cómo el resto del mundo está de­trás de mí".

El músico de la frente sudoro­sa, el pañuelo blanco y la trom­peta feroz murió en Nueva York el 6 de julio de 1971. La ciudad del Misisipí le rindió un merecido homenaje bautizando con su nombre uno de los parques más hermosos de la ciudad. La leyenda dice que los músi­cos de Nueva Orleans comienzan tocando sobre el césped de ese parque y, si son fieles a su música, terminarán haciéndolo sobre los escenarios de los mejores locales de Canal Street o de Bourbon Street. La primera de estas calles separa el sector norteamericano de Nueva Orleans, la parte alta, de la antigua zona francesa, la baja. Es una frontera natural, que no figura en los mapas pero sí en la memoria de los trabajadores, que, al bajar de los transbordado­res que navegaban por el Misisipí, recorrían su bulevar de cemento en busca de diversión. Bourbon Street, perpendicular a Canal, tomó su nombre de la familia real francesa, aunque resulte más sen­cillo y acertado asociarla con el potente licor creado en Kentucky.


Situada a orillas del río Misisi­pí, en una curva a 145 kilómetros de la desembocadura de éste en el golfo de México, Nueva Orleans siempre se ha considerado un cri­sol abierto a toda clase de razas y músicas. Fundada en 1718 por los hermanos D'Bienville y D'Ibervi­lle, jefes de una expedición que lle­vaba más de 20 años recorriendo el río, adquirió rápidamente la condición de ciudad abierta. El puerto sureño más importante de Estados Unidos se convirtió en el lugar perfecto para las juergas de comerciantes y trabajadores con dinero fresco. Proliferaron las ca­sas de juego y los prostíbulos, y la vida alegre se adueñó de la ciudad. En 1722 el antiguo Barrio Francés ya estaba levantado, y en él vivían aproximadamente 500 personas. La lucha por un lugar tan privile­giado como la llamada Marsella de Estados Unidos no se hizo espe­rar. Los españoles la conquistaron en 1762. Los franceses la recupera­ron 18 años después, para vendér­sela en 1803 a los norteamericanos como parte importante de la com­pra de Luisiana. Para entonces 11 ciudad tenía casi 25.000 habitantes, cifra que se duplicó en 1851 con una invasión de trabajadores irlandeses. A finales de 1900 llego el jazz, y con él la explosión definitiva.

Cuentan que en 1897 el intendente Sidney Story concentró el un barrio, al que llamó Storyville todos los garitos de la ciudad. Lin daba con la plaza de Congo, barrio de criollos de clara influencia francesa, y con la calle de Perdido barrio miserable poblado por antiguos esclavos y sus familias. Grupos rivales, con culturas y música distintas: fanfarrias europeas y militares los primeros, blues los segundos. Las fiestas y los funerales se celebraban con orquestas grandes bailes, y para soluciona las dificultades se recurría al vudú

La principal función del vudu es combatir el mal y procurar el bien. Nada que ver, por tanto, con la hechicería y otras formas de magia negra. Los esclavos africano llegaban a Centroamérica ligero de equipaje: ritmo, rencor y vudú y terminaron por instalarse en e sur de Norteamérica, en el corazón de Luisiana. La parte baja, la francesa también recibe el nombre de Barrio Criollo. La música, la cocina la literatura y la lengua de Nueva: Orleans, en definitiva, su cultura en Luisiana son básicamente criollos. Blancos y negros, los miembros de esta minoría se ven sumergidos en constantes discu­siones sobre el significado de la palabra que trata de definirles. Para el diccionario son "perso­nas de raza pura nacidas en las colonias". Ellos se consideran hi­jos de Luisiana, descendientes di­rectos de los primeros colonos, de origen francés. Otra etnia im­portante es la cajun, formada por los descendientes de los poblado­res franco-canadienses de Aca­dia, instalados en el suroeste de Luisiana en el siglo XVIII; su  idioma es el francés, en un estado primitivo muy puro, y su música, un folk acústico y energético si­milar al criollo.

Nueva Orleans es ahora sólo memoria. El último burdel, un impresionante edifico llamado Mahogany Hall, fue demolido en los años cincuenta. Nadie llora su ausencia. La sublime nostalgia de Faulkner, las mansiones que ardían en Lo que el viento se llevó, las aventuras de Tom Sawyer y los más oscuros ritos del vudú son, como sucede con el Maho­gany, parte de una historia car­gada de melancolía y belleza. 


El Pais Semanal

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