lunes, 5 de septiembre de 2022

Una sonora edad de oro por Diego A. Manrique

Varias décadas de periodismo musical dan para mucho: una charla sobre el comunismo con Leonard Cohen o la paranoica seguridad para acceder a la vivienda de Elton John. También sirven para constatar cómo, poco a poco, la promoción discográfica se ha ido convirtiendo en una maquinaria precisa e hipercontrolada. Este es un recorrido por la historia reciente del pop rock contada en primera persona por el cronista que ha alternado con sus más destacados exponentes.


DIEGO A. MANRIQUE

23 ENE 2015



Elton John, 9-9-2001. Para acceder a su mansión oculta en Windsor había que superar neuróticos controles de seguridad.

JASON BELL (CAMERA PRESS)

Revisando estos días mis aportaciones a El País Semanal, confirmo una intuición que me costaba verbalizar: el dominical me permitió disfrutar plenamente una cierta edad de oro del periodismo musical. Verán: en los tiempos anteriores a Internet, la entrevista cara a cara constituía un elemento central de la estrategia de lanzamiento de un disco. Más aún: en los años ochenta, por ejemplo, resultaba relativamente raro que un periodista español cruzara el Atlántico para conversar con una figura estadounidense; cuando lo hacía, gozaba de un tiempo y un acceso hoy inimaginables.

Así, uno podía terminar en un reluciente salón de la mansión de Berry Gordy Jr. en Bel Air. Por aquel entonces no era habitual que el fundador del sello Motown concediera entrevistas. Y el reportero se halló rodeado de una docena de personas: Gordy convocó a un equipo de vídeo –y a buena parte de su familia– para que quedara constancia del acontecimiento. También me esperaban decepciones: acudí a Memphis para realizar un reportaje sobre el fenómeno de las peregrinaciones a Graceland, la casa de Elvis. Había oído hablar tanto de la hospitalidad y la gastronomía sureñas que me quedé noqueado cuando el director de Elvis Presley Enterprises, la compañía que explota su legado, me llevó a un establecimiento de hamburguesas (“en los restaurantes se pierde mucho tiempo”).

Tras unos cuantos años de experiencia, tendíamos a generalizar. Sabíamos que los grupos británicos resultaban duros de roer, sobre todo si su fama era reciente y se presentaban como una pandilla de hooligans. Por el contrario, los artistas estadounidenses sí entendían la necesidad de fingir que abrían su corazón. En la realidad, hasta lo más absurdo podía ocurrir: Carlos Santana convocaba en San Francisco a la prensa internacional para presentar la continuación de su millonario disco de reaparición, Supernatural, y el acto debía interrumpirse ya que el equipo de reproducción elegido apenas tenía volumen.

Uno también viajaba con sus prejuicios. Entre ellos, que la desidia creativa de Rod Stewart se contagiaba a sus entrevistas. El autor de Maggie May alardeaba en 2007 de que ya no tenía interés en escribir canciones: “Lo vivo más como un descanso que como una frustración. Componer no es algo que me divierta. No soy Bob Dylan o Tom Waits. ¿Para qué? Mis contemporáneos se empeñan en sus canciones nuevas y el público no quiere saber nada. ¿Cuánto ha vendido lo último de los Stones, de McCartney, de Elton? Mi ­Still the Same entró al número uno [en Estados Unidos]. Con eso está todo dicho”. Cuando objeté que Dylan había llegado al número uno con Modern Times, se le cayó la máscara de indiferencia: “Según mis cálculos, allí solo hay cuatro canciones nuevas. El resto son blues clásicos, aunque Dylan firme como autor”. Que conste que en 2013 Stewart lanzó Time, un disco con temas propios, aunque debió recurrir a muchos colaboradores para rematar las canciones.


Leonard Cohen. 17-2-1985. Eran los ochenta, otra época. El canadiense habló de Lorca y la guerra civil española, e incluso posó haciendo el pino para la fotografía.

Los profesionales de la simpatía pueden manifestarse inesperadamente secos. Antes de encontrarse con Paul McCartney, un asistente avisaba de que el excomponente de los Beatles no iba a firmar ningún autógrafo ni tampoco aceptaba fotografiarse con el plumilla. A la salida se le escapó el motivo de tanta negativa: “Paul detesta la idea de que una firma suya o una foto terminen vendiéndose en eBay”. Un planteamiento chocante para quien entonces era el hombre más rico del planeta pop.

Por el contrario, cualquier acercamiento a Bono garantizaba la diversión: alternaba entre el cachondeo y la gravedad, era capaz de agarrar una guitarra e interpretarte un tema inédito, pensaba en voz alta, exhibía lo que los irlandeses llaman el “gift of the gab”, que aquí podríamos traducir como “pico de oro”. Hasta que U2 se convirtió en la banda más importante del mundo y cambió el ambiente que les rodeaba: las apuestas habían subido. Ellos ni se enteraron, pero un servidor fue amenazado, muy seriamente, por el director de su compañía española, que aseguraba que adelantar una semana la publicación de los detalles de un nuevo disco equivalía a sabotear los sacrosantos planes de marketing.

Muy frecuentemente, los excesos de protección correspondían al entorno del artista. Entrar en la residencia campestre de Elton John en Windsor exigía someterse a procedimientos propios del servicio de seguridad del presidente de un Gobierno particularmente paranoico: “Le trasladaremos a una zona de servicio en un coche del que no se podrá bajar hasta que alguien aparezca para recogerle”. En contraste, Elton se reveló cordial y encantado de hablar de música, tanto la propia como la ajena: “Cuando me veo con alguien como Sting, lo que hablamos gira sobre la música, que es nuestro oficio. Lo consideramos vital y es un signo de buena voluntad el compartir los descubrimientos de cada uno. Yo compro varias copias de cada CD, una para cada una de mis casas, pero si hay algo que me apasiona, como el debut de Groove Armada, encargo 200 ejemplares y voy regalándoselos a mis amigos”.

A veces, las pautas fijadas cambiaban. Para una de las raras audiencias de Bob Dylan con la prensa europea advirtieron que no se podía llevar magnetofón (y no nos asombramos: Prince exigía lo mismo y sus guardaespaldas hasta cacheaban a los escasos periodistas que se le acercaban). En realidad, Dylan aceptó a última hora las grabadoras, pero dato tan vital no me llegó: pasé lo que resultó ser efectivamente una informal rueda de prensa tomando notas apresuradas de lo que allí se decía. Sufrí tanto agobio que olvidé entregarle el obsequio que había traído: una botella de buen rioja que, según me habían informado, podría agradecer.

Las reglas del juego de la entrevista promocional no incluyen los regalos. Los términos del pacto son nítidos: el artista cede su tiempo a cambio de espacio en el medio. Una transacción poco prometedora, pero ocasionalmente se rompen las convenciones. Un comentario inocente a Bryan Ferry sobre sus modestos orígenes desencadenó un torrente de lágrimas: su padre, un hombre de campo, acababa de morir. La muerte sigue siendo el gran tabú en una música basada en la idea de la eterna juventud: Annie Lennox debió interrumpir la charla cuando se le escapó que su primer hijo “nació muerto”.

En verdad, una buena conversación periodística depende de muchos imponderables. Era una delicia cualquier encuentro con Leonard Cohen, cuando todavía no estaba beatificado: hablaba a tumba abierta y además planteaba sus curiosidades sobre la cultura española. Se sentía tan cómodo que se ofreció a posar para la fotógrafa haciendo el pino, postura gimnástica que realizó sin esfuerzo… y plenamente consciente de que era una foto tan extravagante que no se ­publicaría.

Ya había quebrado su imagen al recordar sus años de radicalismo político: “Visité Cuba cuando los castristas estaban en pie de guerra, tras la invasión de la bahía de Cochinos. No recuerdo qué es lo que me hizo trasladarme allí, alguna idea romántica del poeta luchando contra el capitalismo. Dos cosas se me han quedado grabadas. Fue la primera vez que una mujer me echó un piropo. Supongo que se trataba de una prostituta en paro, ya no había turistas norteamericanos. Iba por la calle y ella me dijo que tenía unos ojos muy bonitos. El segundo recuerdo es más desagradable. La mayor parte de los internacionalistas presentes en la isla venían del Este, checoslovacos y gente así. Pero me encontré con un comunista estadounidense y terminé discutiendo con él. Dije algo crítico ¡y me escupió! Nunca me llevé bien con los comunistas. Admiraba a los que conocía en Montreal, totalmente paranoicos y terriblemente dogmáticos. Pero ellos me detestaban: como mi familia tenía una empresa textil, me consideraban como un símbolo de la decadencia del enemigo de clase”.


Bryan Ferry. 21-7-1985. Presentaba su primer disco en solitario y el artista derramó lágrimas al recordar la muerte de su padre.

Se podría establecer que la calidad de la cosecha periodística con un personaje es inversamente proporcional al número de entrevistas programadas. Tuve la buena fortuna de quedar con Mick Jagger en Toronto, en medio del lento proceso de poner a punto a los Rolling Stones, para la gira que siguió al disco A Bigger Bang (2005). Aunque suele ser un maestro de la evasión, aquel día los ensayos comenzaban tarde y tenía ganas de explayarse sobre, por ejemplo, la herencia de Mao Zedong. En 1979, los Stones pretendieron girar por China: “Me reuní con el embajador chino en Washington y no pude aguantar su hipocresía: un régimen que mató a 70 millones de sus ciudadanos por decisiones disparatadas de Mao y que me ponía objeciones a letras que tratan de sexo… ¡Por favor! Y todavía no sabíamos los estragos de barbaridades como el Gran Salto Adelante”.

Por el contrario, lo peor que te puede acontecer es que seas el último de la fila en un día ajetreado. Lo experimenté con un socio de Jagger, el baterista Charlie Watts. Le había tocado promocionar la reedición ampliada de un clásico stoniano, el álbum Some Girls, y supongo que estaba harto de que le interrogaran por la influencia de la disco music en el grupo y le salió la vena provocadora: “Mick iba mucho por [la discoteca neoyorquina] Studio 54, pero los demás escuchábamos la música del momento. A mí me gustaban los Sex Pistols y The Clash”. En su tiempo, semejante declaración hubiera sido un titular: el punk rock había surgido en oposición a los Rolling Stones y demás dinosaurios, como se les denominaba despectivamente.

Dinosaurios y orgullosos de serlo se mostraron dos de los supervivientes de Led Zep­pelin, Jimmy Page y John Paul Jones. Indagar por la etapa de ambos como músicos mercenarios no fue una buena idea. Jimmy: “¿Que si toqué en el Black is Black de Los Bravos? No me suena. De todas formas, yo no quisiera que se me recordara por un trabajo tan poco estimulante. Tocar en el estudio era como fichar en una oficina. De las nueve a las doce, con una cantante. De la una a las tres, con un grupo. Por la tarde, con una orquesta. Muchas veces, ni sabíamos el nombre de la canción… ¡o del artista!”. Tímidamente, Jones intentó alegar que había sesiones en las que sí se podía desarrollar la imaginación: “Yo recuerdo momentos divertidos, cuando hacía cosas para los Rolling Stones o Donovan”. Page le cortó: “No debías de divertirte tanto cuando me pedías que te metiera en mi grupo”. Cuarenta años después y Jimmy todavía hablaba de Led Zeppelin como “mi grupo”, nada de “nuestro grupo”.


Marianne Faithfull. 22-8-2004. “Qué horror”, exclamó la musa al enterarse de que la entrevista se desarrollaba en la suite que ocuparon los Beckham cuando llegaron a Madrid.

JESÚS UBERA

Las entrevistas, a veces, simulaban un tête-à-tête. En 2004, Marianne Faithfull atendía tumbada en una inmensa cama del hotel Santo Mauro. Comenté que estábamos en la misma suite que ocuparon, durante su desembarco en Madrid, los Beckham. Preguntó la musa del swinging London: “¿Bacon, el pintor?”. “No, Beckham, el futbolista”. Se puso en pie de un salto: “Por Dios, qué horror. Si hubiera sido la habitación de Francis Bacon, hasta me hubiera emocionado”.

Aunque ahora suene increíble, en 1985 era posible quedar con Morrissey en su camerino, en las horas previas a lo que sería el concierto más multitudinario de The Smiths, en el madrileño paseo de Camoens. Confesaba su entusiasmo por Marianne Faithfull –“suyo fue el primer disco que me compraron”– y se explayaba sobre el vendaval de posibilidades que trajeron los años sesenta: “La gente sentía que tenía libertad y se embarcó en proyectos. En los setenta cambió el clima social; en Inglaterra se fue erosionando la solidaridad entre las comunidades de la clase trabajadora. En el presente, yo creo que se debe recuperar la esperanza, que hay voluntad de lucha contra el paro o las armas nucleares, que hay una reacción de búsqueda de la posibilidad perdida. Por eso se vuelve la mirada hacia los sesenta”.

Pero nosotros debemos avanzar hasta el presente. Tengo la sensación de que ahora se ha hecho más difícil el acceso incondicional a las grandes figuras planetarias. Lo que antes eran entrevistas presenciales, a veces con apariencia de intimidad, hoy están mediatizadas por la vigilancia de personal de la discográfica o el management. En esto también Madonna fue pionera: ya en 2005, detrás del intruso se situaba su jefa de prensa con un cronómetro en la mano.

Se podría decir que el negocio de la música ha aprendido las peores lecciones de la mercadotecnia del mundo del cine: la cita se mide en minutos, no en horas; el temario debe cubrir el producto específico que se pretende vender; misteriosos ayudantes están fisgoneando y las preguntas inconvenientes pueden desembocar en el final prematuro de la audiencia con su excelencia.

Cualquier entrevistador ha pasado por situaciones así de humillantes. Y tiene lógica: con la multiplicación de los medios digitales, el tiempo de las superstars se hace más valioso. Con frecuencia, la única opción disponible es la entrevista telefónica –el detestable phoner, en la jerga de la promoción– o por correo electrónico, con la sospecha de que te puede estar contestando un empleado del artista.

Divas y divos actuales tienden a esquivar al periodista inquisitivo, explotando las redes sociales para conectar con sus fans. Arma de doble filo: la sobreexposición corroe intangibles como el carisma. Razón de más para admirar a los cascarrabias que, desde siempre, intentan evitar el ritual de pregunta-respuesta. He soportado algún plantón de Van Morrison, aunque aclaro que la cita no estaba cerrada, más allá de un “te avisaremos esta tarde”. Y queda latente esa curiosidad por acercarse al Misterio de Belfast. Puro morbo: la última vez que atendió a un periodista inglés, Van se presentó con abrigo, gafas negras y bufanda. Intentaba pasar desapercibido, pero el encuentro tuvo lugar en la terraza de un hotel en un verano cálido. Eso es algo que sí echo de menos: el entrar, aunque sea fugazmente, en los mundos de Yupi de estrellas que todavía creen que pueden reconvertirse en ciudadanos anónimos a voluntad.


El Pais Semanal 


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