domingo, 20 de marzo de 2011

El ritmo del planeta







Bebo Valdes




Bob Marley




Caetano Veloso




Carlinhos Brown




Cesaria Evora





Manu Chao




Khaled




Marisa Montes




Mariza




nitin sawhney




ruben blades



salif keita



the chieftains
youssou n´dour

Surgió durante una reunión en Londres en junio de 1987. Responsables de compañías independientes británicas, los directores del festival Womad y algún que otro periodista musical se citaron en un pub. Había que hacer algo con tantos discos que empezaban a llegar desde los lugares más insospechados del globo. Lo más perentorio: hallar un nombre útil para identificar todo aquel material. ¿Dónde colocarlo en las tiendas? Se barajaron varios términos y se decidieron por el de world music -traducido en España como música étnica o músicas del mundo-. Entre todos los allí presentes juntaron unos cuantos miles de libras con las que iniciar una campaña publicitaria. La estrategia comercial estaba en marcha.

No se trataba de distribuir las minoritarias grabaciones de campo recogidas en aquellos pesados magnetófonos NAGRA de Indiana Jones como Alain Gheerbrant, que viajó por el Orinoco en 1949 y se trajo las primeras muestras de ceremonias rituales de los indígenas amazónicos. Cantos georgianos o ceremonias sufíes en Anatolia, con destino a archivos sonoros, iban a ceder el paso a los discos que se estaban gestando en estudios de grandes urbes del Tercer Mundo. Había que venderlos en Occidente, y compañías como GlobeStyle, Stern's, World Circuit, Rogue o Earthworks se lanzaron a copar una parte del mercado.

A finales de los ochenta, el pop languidecía. Y décadas de explotar una misma fórmula habían llevado al rock a mostrar síntomas de agotamiento. Llegaban aires frescos desde paradisíacas islas polinesias, frondosas selvas tropicales, olvidadas aldeas balcánicas o históricas ciudades coloniales americanas. "Nuevos sonidos para una cultura aburrida", llegó a decir Joe Boyd, de Hannibal Records.

El fenómeno tuvo sus valedores: Peter Gabriel y David Byrne crearon sendos sellos discográficos para dar salida a producciones inéditas o recopilatorios de músicas ajenas -Real World (Gabriel) y Luaka Bop (Byrne)–. Aunque el primer festival Womad casi le arruina. Peter Gabriel no ha cejado en el empeño de compartir su entusiasmo por otros ritmos desde su centro de operaciones en la campiña inglesa.

Para algunos astros anémicos, la world music supuso una transfusión de glóbulos rojos. Paul Simon volvió a vender millones de copias con Graceland. Recibió reproches por romper el bloqueo al régimen del apartheid y aprovecharse de los músicos surafricanos, pero quienes le vieron entonces en concierto recuerdan el protagonismo que daba a la gran Miriam Makeba y al coro de Ladysmith Black Mambazo.

No era una novedad. Ya se habían producido antes encuentros entre Occidente y Oriente, entre América o Europa y África. George Harrison había descubierto las ragas indias y el sitar de Ravi Shankar; los Rolling Stones se habían dejado embelesar por los Master Musicians of Jajouka durante sus excursiones a Marruecos; Ginger Baker se había alejado de Jack Bruce y Eric Clapton para iniciarse en los ritmos de los tambores yorubas en Nigeria, y John McLaughlin reunía a músicos indios en su grupo Shaktí. Por otra parte, muchos africanos querían ser James Brown y conocían a Chuck Berry, Otis Redding y Jimi Hendrix. Y media Europa había bailado con el Soul makossa del camerunés Manu Dibango o tarareado el estribillo de Pata pata, de Miriam Makeba.

En 1981, Brian Eno y David Byrne editan My life in the bush of ghosts, en el que insertaban cantos libaneses. Y los berlineses viajeros de Dissidenten graban en 1984 Sahara Elektrik con el marroquí Lem Chaheb. La fórmula de recorto-y-pego se generalizó en los noventa, por el abaratamiento de los samplers. Un ámbito definido por el trompetista Jon Hassell como música del cuarto mundo: híbrido de tecnología del primero y tradiciones sonoras del tercero. La línea entre intercambio de información y expolio de materias primas es frágil: la tecnología ha provisto de un arsenal a los corsarios, y algunos dj's saquean sin pudor los cantos sagrados de los indios navajos o los coros de los pigmeos. Las mezclas y los híbridos, gusten más o menos, funcionen o no, están a la orden del día.

Los medios de comunicación, con Internet en el papel estelar, han empequeñecido el planeta. Permiten que haya más información sobre más música para más gente de la que hubo jamás. Se pueden escuchar hoy con igual facilidad koras de Malí, didgeridoos australianos o tambores de Brasil. Se ha consolidado el World of Music Exhibition (Womex) -una feria anual de las músicas del mundo que nació en Berlín- y el número de festivales dedicados a esas músicas del mundo ha crecido de forma espectacular. La etiqueta ha permitido vender discos y alimentar un mercado cada vez más voraz. Aunque la búsqueda compulsiva de lo exótico -cuanto más raro y lejano, mejor- y la necesidad de vender hayan generado mucha confusión.

Ian Anderson, director de la revista Folk Roots, escribió en marzo de 2000: "La world music ha permitido a muchos músicos en países muy pobres ganarse el respeto (y casas, coches y comida para sus familias), y llevar audiencias masivas a festivales y conciertos". Cierto que el rótulo obedece a cierta visión etnocéntrica del mundo. Para británicos y norteamericanos, world music vendría a ser todo aquello que no hacen ellos. Se amontonan así en un baúl imposible un trovador cubano, un maestro del qawali, una cantante de fados y un guitarrista flamenco. Los Gipsy Kings y Yo-Yo Ma. Todo es world music.

"La inventaron los anglosajones para aquellas músicas creadas en los países que ellos consideran subdesarrollados", opina Carlinhos Brown. Colonialismo apenas disfrazado: un modo no demasiado sutil de reafirmar la hegemonía de la cultura pop occidental. David Byrne, que ha rescatado a artistas como la afroperuana Susana Baca o el brasileño Tom Zé, asegura que el propósito de su sello fue ayudar a contrarrestar el dominio aplastante de la música anglosajona. Escribió un sorprendente artículo para The New York Times: "Odio la world music". Daba sus razones: "De acuerdo con mi experiencia, el uso de la expresión es una forma de rechazar artistas o su música, calificándola de irrelevante para nuestra vida. Un medio de relegar esa cosa al reino de algo exótico (...) Por definición, ellos no son como nosotros. Tal vez sea por eso por lo que odio el término. Agrupa cualquier cosa que no sea nosotros en un ellos".

Surgieron acusaciones de explotación de los músicos del Tercer Mundo por parte de productores y promotores. Y mil y un equívocos, ya que algunos pensaban que, por grabar en Occidente, se iban a pasear en limusina y poder comprar una mansión. Lo ilustra una anécdota del congoleño Lokua Kanza, al que le habían contado que en París existían unas cajas en la pared de las que salía dinero: "Lo que nadie nos había dicho es que, antes, había que depositarlo en un banco". Luego está la prueba del algodón: parece que un sintetizador no puede caer en manos de un malgache o un mongol. La autenticidad es asunto complejo y recurrente. Lo que hoy se considera puro, bien pudo iniciarse hace décadas como una mezcla bastarda. Por ejemplo, las bandas congoleñas copiaron al máximo las rumbas cubanas para dar pie al soukouss. El mestizaje es decisivo.

También se plantea la música como escuela de tolerancia para un futuro menos xenófobo. Byrne admite que quizá sea un ingenuo, "pero me gustaría creer que, cuando pasamos a amar determinado aspecto de una cultura -su música, por ejemplo-, nunca más pensaremos en el pueblo de aquella cultura como algo inferior".

A nadie le extraña que Almodóvar utilice una canción del cantante senegalés Ismael Ló (Todo sobre mi madre) o una melodía del guitarrista caboverdiano Bau (Hable con ella). Brian Eno escribió que una de las razones del auge de las músicas del mundo era la ruptura de una visión del planeta que dice: "Nosotros y nuestros valores somos la norma, y el resto es una suerte de aberración". Lo explicaba Byrne en su artículo: "Cuando hablamos de world music, nos estamos refiriendo al 99% de la música de este planeta. En realidad, el pop occidental es el fastfood de la música".

En estas páginas damos 12 nombres básicos para entender todo este movimiento. Pero hay muchos más, en una lista casi inabarcable. Gente como Lhasa (canadiense-mexicana), con un estremecedor viaje interior en The living road, o Arto Tuncboyaciyan (Armenia), que crea música con una cacerola o una botella de cerveza. Además, hay argelinos (Rachid Taha), uzbekas (Sevara Nazarkhan), portugueses (Madredeus), napolitanos (Eugenio Bennato), cubanas (Omara Portuondo), indios (Zakir Hussain), malienses Farka Toure, Rokia Traore, Oumou Sangare, Amadou & Mariam), argentinos (Chango Spasiuk), serbobosnios (Goran Bregovic), etíopes (Gigi), irlandeses (Liam O'Flynn), escoceses (Capercaillie), rumanos (Taraf de Haidouks, Fanfare Ciocarlia, Mahala Rai Banda), suecos (Hedningarna), malgaches (Tarika), colombianas (Totó la Momposina), senegaleses (Baaba Maal, Cheikh Ló), mauritanos (Daby Touré), griegas (Eleftheria Arvanitaki), turcos (Mercan Dede), nigerianos (Femi Kuti), angoleños (Waldemar Bastos), tuaregs (Tiranicen)... •

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