domingo, 22 de septiembre de 2013

El hombre de azúcar

El cantante Sixto Rodríguez es el símbolo de la música como himno de batalla y. ancestral alimento del alma

Por Carlos Boyero







CUENTAN DE Sixto Rodríguez que se movía como un fantasma y siempre caminando por las calles más lumpen de Detroit, la ciudad de los coches. Cuentan que actuaba a principio de los años setenta en un garito donde el humo hacía invisible a todos los que estaban allí y que solo aceptaba citas para posibles trabajos en las esquinas y los callejones de su barrio, que no jugaba coquetamente a ser misterio ocultándose detrás de sus permanentes gafas negras sino que verdaderamente lo era y que sus canciones desprendían inmediata fascinación para su escaso público. Oyes esa música y esas letras y piensas inevitablemente en Bob Dylan. No hay intento de plagio, Rodríguez es genuino, pero el tono y la calidad de esa escritura te recuerdan ciertas épocas del inmenso creador de Blonde on blonde. Y Rodríguez grabará dos discos que no escuchará ni dios en Estados Unidos. No se volverá a saber nada de aquel enigmático y lírico chico que prometía tanto, aunque circulan rumores convenientemente desgarrados de que el incomprendido puso telón final a su fracaso quemándose a lo bonzo en un escenario o que la palmó de una sobrédosis. Pero resulta, por esas poéticas paradojas de la vida, que alguien llevó esos discos a la Sudáfrica del apartheid poco después de ser editados. Y el personal flipó, esas canciones se convirtieron en el cotidiano himno de batalla de todos los que renegaban del estado de las cosas, se enamoraron a perpetuidad del tal Rodríguez y transmitieron esa pasión a sus hijos. Este es el hipnótico arranque del precioso documental Searching for sugar man. Y luego ocurren cosas que te colocan un nudo en la garganta, un retrato conmovedor de la dignidad y la capacidad de resistencia en un universo que valora tanto la autodestrucción de sus legendarios héroes, de la afirmación en la vida cuando los sueños se han roto injustamente. Posee el aroma de esos cuentos que se atreven con algo tan poco prestigioso como empeñarse en certificar un final feliz. Pero el autor no se ha inventado nada, todo lo que nos están narrando afortunadamente es real.

Nunca sabremos lo que hubiera llegado a componer Sixto Rodríguez si su música hubiera encontrado eco en Estados Unidos, si la supervivencia no le hubiera impuesto aparcar aquello para lo que estaba tan dotado. Pero sí sabemos gracias a Treme, esa serie tan original como fresca que ha creado un tipo extraordinario llamado David Simón, que es imposible renunciar a la música para muchos habitantes de esa devastada Nueva Orleans con la que se ensañó el Katrina y posteriormente el desdén del Gobierno hacia su tragedia. Siguen viviendo para la música, ancestral alimento de su alma, aunque tengan que buscarse otros oficios para intentar comer todos los días. Es muy revelador el capítulo en el que Elvis Costello acude a un garito que no está adulterado, sin concesiones hacia el turisteo, un templo en el que han desplegado su talento muchas generaciones de músicos. Alguien previene a un virtuoso sobre la personalidad del visitante, le revela que es una estrella del rock y que es posible que le contrate para su banda si le deslumhra esa noche. Pero este, que se siente felizmente ignorante de la fama de Costello, le responde a sus colegas que el no concibe su existencia fuera de ese bar en el que lleva tocando durante toda su vida la música que le gusta, rodeado por su gente, que se la suda la pasta y el prestigio que podría conseguir con Costello si tiene que renunciar a su ambiente. Treme habla con profundidad, gracia, cercanía emocional, complejidad, humor y ternura de la gente cuya existencia solo adquiere sentido gracias a su irrenunciable matrimonio con la música.

Imagino que la música sigue representando algo fundamental para mucha gente joven. Aunque aparezcan noticias tan desalentadoras como que en una encuesta realizada en la Universidad de La Rioja solo uno de cada cuatro estudiantes sabe qué es Wilco, o sea, la banda que lleva casi dos décadas haciendo una música destinada al clasicismo. Pero es probable que ninguno ignore a qué se dedican los edulcorados y facilones Coldplay.

También es mosqueante que en las tiendas de discos (exagero, ya han cerrado casi todas, solo quedan los departamentos de música de las grandes superficies) la escasísima gente que ojeamos discos estemos cercanos a la tercera edad, con inevitable aire de náufragos. Supongo que es un anacronismo gastar dinero en música cuando puedes conseguirla gratis a través de Internet, o que te la traigan en un aséptico paquete a tu casa por medio de Amazon. Aquella costumbre tan gozosa de dar una vuelta, para rastrear discos, libros y películas en tiendas especializadas en esos impagables materiales ya pertenece a la inútil melancolía.

Y los grandes músicos con los que hemos crecido varias agradecidas generaciones dosifican durante demasiado y angustioso tiempo sus nuevos inventos. David Bowie ha tardado diez años en volver a parir, pero escuchas algunas canciones del anhelado The next day, como las extraordinarias Love is lost y Were are we now, y reconoces las viejas y maravillosas esencias de este tío. Y aunque el último disco de Van Morrison, Born to sing: No plan B, no ofrezca motivos para entonar el aleluya hay canciones como Open the door y Goin down to Monte Carlo en las que te encuentras con el hombre que creó los inmortales Moondance y Astral weeks. Y puedes oír muchas veces y con placer progresivo el Tempest de Bob Dylan. No es mucho, pero sí consuela. Algo queda del esplendor en la hierba.

El Pais Babelia 20.04.13

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