miércoles, 31 de octubre de 2018

FLAMENCO (AÑO 1996) Enrique Morente, el último bohemio (II)

Generoso, cordial, inteligente, malicioso, pero ingenuo al tiempo; casi siempre genial y siempre inconstante, salvo para ser noctámbulo y crear música. Más o menos así, o tal vez al revés, es Enrique Morente, el cantaor que reina en el flamenco tras haberlo llevado por caminos prohibidos: la poesía, el trashmetal sound, la música sinfónica... He aquí el relato de dos días pasados junto a él en Granada. Con ustedes, el último bohemio.

TEXTO: MIGUEL MORA / FOTOGRAFÍA: JORDI SOCÍAS

 Enrique Morente ha obtenido el Premio Nacional de Música de 1995, ha grabado 15 discos, recorrido el mundo varias veces en 30 años de carrera y vivido triunfos memorables en lugares míticos y 'a priori' antiflamencos (el Olympia, el Real, la Zarzuela, el Lincoln Center...). Ha actuado también a cambio de una bolsa de garbanzos, sufrido críticas feroces y socavones en los que nadie se acordaba de él. Ni la gloria ni el olvido parecen haberle cambiado.
La cita es un lunes sin hora, pero cuando el avión lleno de ejecutivos y turistas aterriza en Granada son las nueve en punto. De la mañana. Magnífica hora para ir a ver la Alhambra, si no fuera por la lluvia que cae y la niebla que lo tapa todo; muy mala, nefasta, para pensar siquiera en llamar a Morente.

A sus 53 años, el rey del flamenco permanece agarrado a la noche, el cante y la poesía como compañeros de viaje; fiel a sus dos lemas -"estamos vivos de milagro" y "con comer una vez al día y poder beber el resto tenemos bastante"-, Enrique Morente trata de que "la cacerola no se llene de pájaros" cada vez que una legión de hagiógrafos lo señala sin pudor como el artista más genial de la historia, y mientras tanto disfruta y sufre a partes iguales su genio y su carácter libertario. Además tiene tiempo de trabajar un poco o, como él dice, de "ganar algunos puntos para poder perderlos después". Estos días graba en Madrid su disco número 16, un homenaje doble a Leonard Cohen y a Federico García Lorca que saldrá a la calle en septiembre y que cumple dos viejos sueños: adaptar los temas del cantautor canadiense al flamenco y convertir en cante jondo los versos de Poeta en Nueva. York. El grupo de trashmetal sound Lagartija Nicky el guitarrista Vicente Amigo arropan a Morente en su nueva aventura.



Pero ahora estamos en Granada, son sólo las diez y media, y se impone hacer caso a Juan Verdú, "representante a ráfagas y amigo" del cantaor, que ha advertido que la última vez que visitó al "maestro" no fue recibido hasta las cuatro. Así que a las once estamos frente a un bucólico rincón con escaleras, en algún lugar difusamente situado entre el Sacromonte y el Albaicín. Cerca de aquí vive el cantaor desde hace cuatro años, cuando cerró su casa de Madrid, en pleno Rastro, para volver a la ciudad en la que nació. Más que un regreso, dicen los que lo quieren, aquello fue una huida: de la persecución económico-amatoria a que lo sometían fans, primos y demás amistades eventuales que suelen rodear a los flamencos -a los hombres- triunfadores.

A las doce, el contestador dice que el maestro sigue descansando, y he aquí su casa albaicinera: estilo entre morisco y pueblo blanco, las ventanas cubiertas con celosías de madera, una nota musical ("hormiguillas", las llama él) pintada en el dintel del portón, y la Alhambra entera, brumosa y bella como nunca, haciendo de horizonte de la fachada de atrás.

El piso de adoquín, la cuesta tortuosa y estrecha (no hay coche en el barrio que conserve los espejos laterales)... Todo debe parecerse mucho aún al lugar que vio nacer a Enrique Morente Cotelo. Es la posguerra dura, diciembre de 1942, y "la única ciudad del mundo que tapa sus ríos y mata a sus poetas" -así define Morente a Granada a partir de una frase de Antonio Muñoz Molina— recibe a un niño al que reserva varios destinos, todos de sesgo dudoso: un barrio destrozado por la saña franquista (se habla de 20.000 muertos), una casa descosida por las ausencias del pater familias, las guitarras sonando  a  todas  horas para tangar a la miseria, el hambre que convierte a los niños en sabios prematuros...



La una, nadie coge el teléfono, y doce horas después, de madrugada, Morente hablará del colegio: "La maestra, Doña Magdalena, enseñaba el alfabeto mientras comía una hoja de lechuga y la mojaba en un lebrillo de agua y vinagre. Pero el recuerdo tiene pinta de prét-d-porter para entrevista, porque la escuela acaba en un suspiro: a los ocho años, Enrique Morente ayuda en casa. O lo intenta. Primero se coloca de monaguillo -pero es despedido tras rifarse el cepillo a puñetazos-. Después, guía turístico -hasta que la competencia feroz con cientos de pequeños cicerones mata la afición-. Luego, zapatero; más tarde, seise (corista) en la catedral.

A los 16, Morente ata su maleta de cartón con una cuerda y cambia el sabor rural de su barrio por el Madrid cutre y picaro de finales de los cincuenta. Se instala en una pensión de la calle de Embajadores ("la calle más bonita del mundo") y se pone a trabajar de gancho de una bruja en el Rastro, ocupación que comparte con la de pinche de un vendedor de azulejos... Pero ahora son las cuatro, y 35 años después, como un reloj, el maestro ha amanecido.



El ventanal inmenso mete en el salón una Alhambra que ahora parece de juguete, puro Exín Castillos, y la letra de los tangos de Morente -Tienes la cara / de haber pasao una noche mala...- se viene a la cabeza como la lámpara araña que cuelga sobre la gran mesa árabe. La chimenea está encendida, sobre ella reposan el premio Compás del Cante y unas casetes, al lado hay un piano y dos guitarras —una fuera de la funda— y en la estantería están César Vallejo, Neruda, Lorca y unos 30 poetas más.
Estrella, la hija mayor, llega del colegio. Tiene 15 años, es alta y delgada, y si Nabokov la hubiera visto el título de su novela habría sido otro. Estudia octavo y saca buenas notas, pero no quiere hacer BUP. "Marina dice que es muy difícil, papa", arguye al día siguiente. Marina Heredia es su mejor amiga, tan guapa como ella y más alta. Además es su pareja de espectáculo. Mañana, las dos triunfan en las fiestas de un barrio. Todo el clan Morente asiste al concierto: Soleá, la hija segunda, de 13 años; Kiki, el pequeño, de ocho, un terremoto; y Aurora, la mujer de Enrique, que disfruta y sufre como un apoderado taurino: "No bailes ahora. Ahora levántate...".

Aurora Carbonell Muñoz, alias La Pelota, es, a los 40 años, una gitana entregada a su familia. Viéndola traer ahora, a las seis de la tarde del lunes, sonriente como siempre, tremebundo café de puchero, nadie imaginaría que un día casi se jugó la vida por Morente. Para su familia de artistas de Valladolid, su boda con el cantaor payo que ya entonces rompía moldes fue la revolución.

Cuando se conocieron, hacía tiempo que él había dejado Zambra, mítico tablao madrileño en el que personajes legendarios como Pepe el de la Matrona, El Gallina o Pericón de Cádiz enseñaban pureza, temple y esa manera tan flamenca, entre despreocupada y sabia, de beber la vida. "Pericón llegaba cada noche con una historia increíble", cuenta luego Morente, y si le decíamos 'eso no se lo cree nadie', él respondía: 'Que se muera mi Avita'. Avita era su perra, que la llamaba así por Ava Gardner".

Entretanto, Aurora bailaba y cantaba en el Café de Chinitas, con su padre y su hermana, y Morente iba a verla todas las noches. "Fue difícil, pero muy bonito", recuerda La Pelota. "En la boda hubo de todo, gitanos, payos, indios, hasta chinos había".

Ahora es la una y media de la noche, La Pelota ha triunfado con una tortilla de patatas y el maestro y la grabadora están por fin frente a frente, mirándose torvo entre el humo y los vasos de whisky. "Hay que tener mucho cuidao, porque miento mucho" advierte Morente. Estrella repasa un examen de matemáticas con José Antonio Soler, profesor de cálculo y amigo de la familia.

-Dicen que la hija va a ser mejor artista que el padre (la entrevista ha comenzado).
-Bueno, es verdad que Estrella tiene el cante, igual que lo tenía yo a su edad, pero la afición y la constancia son las facultades más importantes... Yo empecé a luchar con ocho o nueve años, pero las circunstancias de hoy no son las mismas. Que vaya a la escuela y aprenda, que igual somos ya demasiados artistas en esta familia...

-¿Y de dónde les viene el cante a los Morente?
-El cante se tiene o no se tiene, pero a mí debe de venirme de mi madre, que cantaba una saeta que quitaba la cabeza. Yo, cuando llegué a Madrid, sentía tanto el cante que iba por las calles a grito pelao. Más de una vez me quisieron llevar a Leganés, al psiquiátrico. Por eso, cuando llegué a Zambra a pedir trabajo y me preguntaron dónde quería cantar, si en el Cuadro o en la Antología, dije que en la Antología.

 En 1963, Enrique Morente era todavía Enrique el Granaíno. Se había estrenado como semiprofesional en un colegio mayor y en 1964 había debutado con picadores en Córdoba. Mariemma, la bailaora, lo oyó cantar esa noche y se lo llevó a Nueva York, a la Feria Mundial de 1965. El primer viaje al extranjero -"Impresionante Manhattan, te deja atontao"- de Morente supone la culminación de un sueño, ser artista, y la negación de otro, ser torero. "Son bonitos los toros, pero parecen locomotoras", cuentan que dijo.

Cuando entra en Zambra, Morente tiene 25 años, y conoce de memoria todo el tesoro histórico del flamenco. Es un joven in-quieto, y en vez de repetir como un gramófono el cante clásico, arriesga, innova, crea. "A la tercera vez que hacía el mismo tercio igual, me aburría", dijo alguna vez. Esa actitud inquieta va a ser la luz, y también el estigma, de su carrera. Los flamencólogos ("flamencólicos", los rebautiza él) le atacan con dureza: imposible cantar puro si no se ha nacido en Jerez, dicen. "Es que el arte para que sea arte tiene que ser universal", se defiende ahora, todavía, Morente. "Hay que mirarlo con una idea que no sea de barrio, de provincia, porque no hay ningún arte que sea de una calle sola, aunque ése sea el que más nos guste. La música no puede ser racista. Miles Davies hizo un pedazo de saeta, Chick Corea ha hecho flamenco... Eso hace que el arte sea arte".

De ahí que, entre las muy diversas y gratuitas teorías sobre el big bang del flamenco, Morente prefiera la de su viejo amigo Pericón: "Una vez, hace siglos, un barco llegó a Cádiz y dejó en el muelle unos sacos. Estuvieron tirados una pila de años, hasta que un día, uno que estaba aburrido, dijo: 'A ver qué hay ahí'. Los abrieron, y allí estaban: las partituras de la música flamenca".

-Y añadía que los de Cádiz, como las vieron antes, se quedaron con los sacos que tenían más arte...
-Sí, y a los de Grana nos dejaron las bolsas, las talegas...

¿Falsa modestia? ¿Retranca pura? Humildad verdadera, responde el pintor y pensador Mario Fariña, autor de su propia teoría: "El flamenco es el teléfono con Dios. Los cantaores saben que la línea no les pertenece. De esa inseguridad en el genio nace la fraternidad que se respira entre los cantaores".

-Bueno, sí, nos queremos mucho todos. Pero también se decía eso de Yugoslavia... Es verdad que hay un cariño inmediato por alguien que baile o toque muy bien. Puede más la admiración que la envidia. Cuando alguien te llega, eso puede más que la competencia. El que canta de inspiración sale siempre preocupado al escenario. Una mosca te puede dejar en blanco, y el flamenco sólo llega cuando tienes puestos los cinco sentidos. Aunque hay veces que estás malísimo, sin dormir, y el cante sale...

-¿Y hay alguna fórmula para llegar? ¿El duende también se aprende a dominar?
-Se puede tener o no tener, pero si se tiene, se le puede hacer venir.
-Pero Lorca dijo que el duende no llega si no ve posibilidad de muerte...
-Deprime reconocerlo, porque no me gusta nada el pesimismo, pero para doler hay que haber estado herido, es cierto.
-¿Haber pasado hambre?
-No necesariamente. Vale cualquier clase de sufrimiento...
-¿Y hace falta ser bohemio para cantar puro y cabal?
-Se ha tenido esa idea, pero es falsa. Gente como Chacón o el Niño Ricardo han sido artistas virtuosos, que han trabajado mucho. Unos estudian diez años de conservatorio, nosotros estudiamos diez años de cante. Claro que accidentes hay en todas las carreteras y esto no es una ciencia exacta, pero si los que han llevado el flamenco por el mundo hubieran sido informales o poco cumplidores, esto no hubiera llegado a donde ahora está.
-¿Dónde está? ¿Entre el cuarto pequeño y los 40 Principales?
-Bueno, hacen falta las dos cosas... El mundo en el que vivimos necesita mucho el arte, pero también adora el pelotazo. De todas formas, el flamenco mantiene su vida interior, y eso le da una fuerza especial, lo hace más perdurable que otras músicas...




Deben de ser ya las tres, porque han caído dos o tres whiskys más, y el maestro dice: "Paramos en el paseo de los Tristes a recoger a Antonio y nos vamos al Tertulia". Antonio es Antonio Arias, amigo de Morente y líder de los Lagartija Nick, el grupo que lleva dos años trabajando con Morente en el nuevo disco. Y La Tertulia es "un bar en el que nos fían". Una especie de Candela (el bar favorito de Morente en Madrid), pero sin mujeres. Botella de Ballantines (paga el maestro), solemnes declaraciones de sus amigos ("Cuando Enrique no está aquí, la ciudad no es la misma"), y a las seis, "a la piltra". "Mañana nos vemos, no, habrá que hablar algo de los poetas", se despide Morente.
La tarde siguiente está al teléfono con sus botas de punta y sus vaqueros de Armani junto a la chimenea. Borja Casani, director de El Europeo y editor del nuevo disco, llama para sugerir una actuación en Las Ventas. Morente acepta y empieza a hablar de su pasión más larga. La poesía.
"Al conocer el romancero flamenco tomé conciencia de las letras buenas, de las letras vanas -hay letras vanas muy graciosas- y de los versos postizos. Un día cayó en mis manos Doña Rosita la soltera y canté un fragmento en París. Casi me consideraron un intelectual, y eso casi me gustó".
Desde su tercer disco, el Homenaje flamenco a Miguel Hernández, Morente no deja de incluir poemas en casi todas sus obras. Es un proceso de ida y vuelta: se enriquece él mismo al adaptar los versos a una música hecha, da a conocer la poesía a gente no lectora y llena el jondo de letras magníficas. Tenía 22 años cuando empezó a conocer a algunos universitarios y artistas madrileños, únicos ociosos que podían permitirse entonces una noche de juerga. Nace entonces su militancia política, "consciente y llena de entusiasmo, que convierte a Morente en enemigo del régimen: "Sí, me llamaban el cantaor rojo, pero yo no fui un gran mártir del franquismo. Aunque hicimos festivales muy atrevidos, las cabezas del movimiento eran Raimon, Paco Ibáñez... A mí no me crearon problemas. Únicamente me pusieron la etiqueta, que afortunadamente ya me han quitado. ¡Hay que ver, toda una vida quitándome etiquetas...!".

Ahora llama Laura García Lorca, sobrina nieta del poeta, y cuando cuelga son las ocho menos cuarto y tenemos que ir a perder el avión de las ocho y cuarto. "Yo te llevo, que si no, no llegas", dice. Por la autopista, Morente conduce su Peugeot 106 a 90 por hora. "Es la primavera más bonita de mi vida", dice cuando atravesamos Santa Fe. "Aquí vive mi barbero, el que me deja como a Van Morrison", añade. "Y me parece que esta noche nos toca guardia en el Muermulia", remacha al ver el avión despegar, a lo lejos.

Poco a poco, Morente descubre nuevas voces: los místicos (San Juan de la Cruz, Fray Luis de León...), los hermanos Machado, Alberti, Bergamín, Guillen...; y los árabes (Ibn Hazd, Al Mutamid), y los olvidados en el exilio, Luis Rius y Pedro Garfias. Y todos encajan como un rompecabezas fácil en una música que ya parece nacida para la poesía: "Al principio creía que hacían falta versos de tantas sílabas, luego ya daba igual. Mientras sean buenos, todos valen. Yo mismo he escrito algunas letras, pero siempre he tenido más facilidad para crear música, y hay tanta poesía, y tan buena, que es mucho más fácil cogerla y ya está".

Entre trago y recital, noche a verso, Morente vive los años en que la dictadura se resquebraja de noche al lado de pintores -Viola, Alexanco, Bonifacio...-, cineastas -Carlos Saura...- o escritores -Caballero Bonald, Quiñones...-. Otros ratos los pasa en la carretera, cantando por los pueblos, a veces a cambio de una simple bolsa de garbanzos... Y "en el año 70 o 71" emigra otra vez. A México: "Juan Ibáñez, un discípulo de Buñuel, vino a Madrid, nos vio a Chocolate y a mí, y como no tenía presupuesto, se equivocó y me llevó a mí al tablao Matapecao. Allí conocí a mucha gente que hoy tengo más consciencia de quién era. Canté para Juan Rulfo, pude cantar para Octavio Paz, pero llegó borracho, se medio cayó, y ya no canté. Hoy sí lo haría".

Poco después regresa la democracia a España, Tierno inventa la movida, el flamenco empieza a aparecer en los festejos de santos y vírgenes. Camarón reina en las masas -aunque Juan Verdú jura que en las galas conjuntas la gente sale tarareando los cantes de Morente-, y nuestro hombre sigue entregado a la fusión del flamenco con la alta cultura: pone música a El Quijote, a La casa de Bernarda Alba, a Edipo Rey... Y en 1986 estrena la Fantasía para voz y orquesta en el teatro Real de Madrid, obra cumbre en la que mezcla música sinfónica y cante jondo.

Morente hace su revolución, y ése es su gran mérito, desde el autodidactismo y el instinto. Y, como esto es España, también desde la incomprensión. En 1994, harto de las imposiciones de las multinacionales, funda su propia compañía, Discos Probeticos (sic), marca que habla de humildad y experimentación, según se ponga o no el acento. Los noventa son los días de la gloria. Llega el Premio Nacional, tan justo como tardío, las salidas a hombros se suceden... Pero en el fondo nada ha cambiado, dice ahora, en el pub Zeleste, a las siete de la mañana, perdida la cuenta de Ballantines y abrazos: "Yo siempre he vivido en el filo de la navaja, así que no me debo tomar muy en serio el éxito. Igual que no debo desagradecer el Premio Nacional, tampoco puede cambiar mi vida... Figúrate si se me sube a la cacerola, todo el día por ahí disfrazao de Rostropóvich".

-O sea que Morente seguirá yendo a Nueva York y a Cuenca y encontrando a los diez minutos el garito más flamenco del lugar.
-Yo es que caigo en los sitios por destino. ¿Te llevo al avión?
-No, gracias, maestro. Y, por cierto, ¿por qué nunca han hecho nada juntos Morente y Paco de Lucía?
-No sé, será que él siempre está de gira y yo siempre estoy en
el Candela... .

LA DISCOGRAFÍA

En la obra discográfica de Enrique Morente se mezclan tradición y renovación, clasicismo y vanguardia. Sin ser la más abundante, su discografía es la más rica, compleja y coherente. Cincuenta estilos diferentes, desde la a de alegrías hasta la z de zambra —la lista casi completa de los que se cantan durante las últimas décadas—, ha grabado Morente en sus 15 álbumes propios, y en el elevado número de colaboraciones con otros colegas. Entre éstas destacan las realizadas con el músico alemán Antonio Robledo (Armin Hassen), con el que en 1985 publicó 'Obsesión', una obra experimental poco conocida en España, y con el que ha firmado la 'Fantasía flamenca para voz y orquesta' y el 'Alegro soleá' (1995). Morente ha integrado la poesía en su expresión y sentimiento flamencos en 12 de sus elepés. Más de 60 poemas de unos 20 poetas componen su repertorio culto, que empieza con las adaptaciones de los conocidos textos de Miguel Hernández: 'Elegía', 'Aceituneros', 'El niño yuntero' o 'Nanas de la cebolla'. La diversidad de la discografía morentiana es fascinante. 'Cante flamenco' (1967), su 'ópera prima'; 'Cantes antiguos' (1968), con el toque de Niño Ricardo; 'Homenaje a don 'Antonio Chacón' (1977); 'Essences flamencas' (1988), y 'Morente-Sabkas' (1990) han entrado en todas las antologías. Otros, impregnados de modernidad, como 'Se hace camino al andar' (1975), 'Despegando' (1977) y 'Sacromonte' (1982), sirvieron de inspiración al propio Camarón. Su tributo poético destaca en el 'Homenaje flamenco a Miguel Hernández' (1971), 'Cruz y luna' (1983) o 'En la Casa-Museo de Federico García Lorca' (1990). 'Misa flamenca' (1991), 'Negra, si tú supieras' (1992) y la 'Fantasía' (1995) prolongan la creatividad del genio que habita entre nosotros. Texto: Balbino Gutiérrez


El Pais Semanal Número 1.032. Domingo 7 de julio de 1996




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