jueves, 15 de agosto de 2013

Abogados, pistolas y dinero: Atlantic Records


Por: Diego A. Manrique | 14 de agosto de 2013


El 29 de octubre de 2006, Ahmet Ertegun acudió al Beacon Theatre neoyorquino, donde los Rolling Stones iban a ser filmados por el equipo de Martin Scorsese. Ertegun se pasó por el backstage, donde saludó a Keith Richards, que unos meses antes había sufrido el famoso “accidente del cocotero”: le palpó la herida, se echaron unas risas. Unos minutos después, buscando el lavabo, Ertegun tropezó y cayó. Con tan mala fortuna que sufrió una lesión cerebral; moriría en diciembre.

Muchas lecturas posibles. Para los mitificadores, otra muerte más que atribuir a los Stones. Para los moralistas, un aviso sobre los peligros de alternar a los 83 años. Para los historiadores del pop, punto final a la epopeya de las independientes del rhythm and blues.
 



En realidad, Atlantic Records, la compañía que Ertegun ayudó a fundar en 1948, ya era irreconocible desde hace varios lustros. Y, aunque duela reconocerlo, eso permitió su supervivencia. Fue Ertegun quién facilitó su aggiornamento. Primero, sus antenas le avisaron del surgimiento del rock californiano: allí fichó a Sonny & Cher, Buffalo Springfield, Crosby Stills & Nash e Iron Butterfly (no se rían: el delirio de In-a-gadda-da-vida fue uno de los elepés más rentables del siglo XX).

Segundo, Ertegun descubrió el filón del rock británico. Lejos del modelo Beatles, allí había grupos sólidos cuyo único problema era también su valor principal: sonaban raros, mostraban altanería, resultaban difíciles de encajar en las radio-fórmulas. Se llamaban Cream, Led Zeppelin, Yes, King Crimson, E L & P, Genesis. Atlantic adquirió sus discos para Estados Unidos.

Curiosamente, le facilitó la tarea el hecho de que aquellos ingleses hirsutos eran fans de la música que puso los cimientos de Atlantic: Ray Charles, los Drifters, los Coasters, Ben E. King, LaVern Baker, John Coltrane, Charles Mingus. Demonios, hasta los Rolling Stones se fueron con Atlantic cuando pusieron en marcha su propia discográfica. La compañía tenía caché; además, contaba con Ahmet Ertegun como cabeza visible. Cabeza de búho, astuto y cool.

Ertegun, hijo bohemio del embajador de Turquía ante Estados Unidos, se movía entre la jet set pero tenía acceso a los tugurios de Harlem: un bon vivant que conocía mil anécdotas sabrosas de la industria músical, generalmente como observador o como participante. Le gustaban las mujeres hermosas y se intoxicaba como el que más. Además, era un disquero.

¿En qué consiste ser disquero? Esencialmente, en tener una intuición del gusto del potencial comprador y ser capaz de convencer al artista que no hay ninguna vergüenza en modificar la mezcla o sacar tal tema como single. Cualquier indocumentado puede dar sugerencias, claro, pero Ertegun había demostrado la perspicacia de su juicio en demasiadas ocasiones.

Aparte, para el disquero existe un deleite puro en cabalgar sobre la ola del comercio musical. En 1998, cuando vino a España para celebrar el medio siglo de Atlantic, Ertegun contaba la resurrección soul de Aretha Franklin con el mismo entusiasmo que el pelotazo de Hootie & The Blowfish. ¿Juti qué?, oigo preguntar. Un grupo perfectamente anémico que despachó millones y millones de un álbum llamado Cracked rear view, que cayó por casualidad en las manos de Atlantic. A caballo regalado bla bla bla.
Y la picaresca, claro. El primer estudio sobre Atlantic fue Making tracks (1975), una rigurosa investigación del estudioso Charlie Gillett. El libro fue eviscerado por el departamento legal de Atlantic, ya parte de Warner: no se podían destapar los detalles de la payola, los sobornos que engrasaban la rueda de los locutores que hacían éxitos. Puritanismo americano, escupía Ertegun: “¿es que alguien se cree que los generales del Pentágono no reciben regalos de todo tipo?”.

Con todo, Ahmet Ertegun exhibía cierto sentido moral. Como muchas indies de los años cincuenta y sesenta, Atlantic practicaba una contabilidad creativa: se aseguraba de que sus artistas (negros, en su mayoría) estaban en números rojos cuando iban a exigir sus ganancias. Ya en los ochenta, cambió radicalmente. Cuando murió Big Joe Turner, Atlantic se ocupó de pagar el entierro y liquidar la hipoteca que asfixiaba a su viuda.

La revelación de que una de sus estrellas, Ruth Brown, se hallaba en la pobreza hizo que la compañía estableciera royalties retrospectivas. Atlantic también donó cerca de dos millones de dólares a la Rhythm & Blues Foundation, una ONG que atendía a las necesidades más urgentes de aquellos músicos esquilmados.

Aceptaba que no, que no se portaron bien. Aunque otros eran peores: recordaba una conversación con directivos de la poderosa Columbia, que alucinaron al saber que Atlantic ofrecía royalties a sus artistas. A la vez, también confesaba que ellos mismos no eran conscientes del valor de su legado. En 1967, cuando vendieron Atlantic al grupo Warner, nadie imaginaba la llegada del CD, el mercado de la nostalgia, los derechos de sincronización para películas y publicidad.
En realidad, podían ser unos hijoputas despiadados. Casi cuarenta años después, todavía se le escapaba una risita cuando explicaba su acuerdo de distribución con un pequeño sello de Memphis, Stax. Se supone que era un contrato tipo pero se les coló una clausula que -abracadabra- transfería a Atlantic la propiedad de los masters de los discos que distribuían. Ese detalle envenenó las relaciones entre el Norte y el Sur: a los paletos de Tennessee no les hizo gracia que unos neoyorquinos les desplumasen.




Hace unos días, Ertegun hubiera cumplido noventa años. Se le echa de menos. Me hubiera gustado preguntarle por sus sentimientos ante el hecho de que extraordinario tesoro de Atlantic vaya pasando al dominio público, lo que explica que ahora se encuentren chollos de Not Now Music como Tell me what'd I say: the Atlantic story o Up on the roof: gems from the Atlantic vaults. Me le imagino impaciente: “bah, eso no interesa. Lo que yo quiero es que Led Zeppelin se reúna. Y se me ha ocurrido una idea para Robert Plant entre en razón. Mira, le voy a decir...” 

Por cierto: aquella conversación mía con Ertegun tuvo lugar en el Ritz. El mismo hotel en que, unos años antes, había entrevistado a Robert Plant. El cantante y yo intentamos entrar al restaurante y no nos dejaron: “los señores necesitan corbata”. De haber estado presente Ertegun, lo habría arreglado en un plis-plas.


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