viernes, 15 de junio de 2012

Imágenes del Jazz



Una exposición de cerca de doscientas portadas de discos, de discos de jazz, de entre 1940 y 1968: el asunto parece más específico y singularizado que si se tratase de la retrospecti­va de un autor individual. Pero la verdad es que el comisario, Jorge García, ha delimitado muy bien su objetivo. De lo que se trata s de invocar las imágenes a que dio lugar ese cruce irrepetible que una vez se produjo entre el diseño gráfico y la fotografía, por un lado, y una peculiar forma música, el jazz (él mismo producto del cruce de infinidad de cosas), por otro, y todo ello al compás de unos avances técnicos en materia de fonografía que se revelarían decisivos y, en última instancia, fatales.

Las portadas de discos no comenzaron a asistir hasta finales de los años treinta, cuando la casa Columbia decidió contratar como director artístico a Alex Steinweiss, discípulo del diseñador Joseph Binder. Poca gente se cuerda hoy de que, hasta ese momento, los discos, de 10 pulgadas y 78 revoluciones por minuto, se vendían envueltos en austeros y monótonos sobres de papel de color marrón.

Su fragilidad, su destino –el viejo gramófono, de sonido plano y chisporroteante– y su rela­tivamente escaso público, reclutado entre la clase media bienpensante y musicalmente po­co exigente, no parecía demandar otra cosa.

Con Steinweiss y, poco después, con sus colaboradores Jim Flora y Bob Jones, así co­mo con los trabajos de David Stone Martin, las cubiertas cobrarían un valor publicitario y estético a través del cual penetraron en la in­dustria discográfica los logros alcanzados por la nueva tipografía y el diseño, ambos em­parentados con las vanguardias europeas de entreguerras: grafísmos arriesgados, ra­dicales construcciones geométricas, alusio­nes a la pintura moderna (Mondrian, Miró,Picasso) comenzaron a hacerse frecuentes al tiempo que el desarrollo de la alta fideli­dad expandía las posibilidades de acceso a la música grabada y multiplicaba vertigino­samente su público.

A mediados de los años cincuenta apare­ció el disco de vinilo de 12 pulgadas (el fa­moso elepé, hoy extinguido). El espacio de aquellas portadas inexorablemente cuadra­das se convirtió en un fructífero campo de experimentación plástica y publicitaria. En lo que al jazz se refiere, en el diseño de por­tadas tendió a imponerse el uso de la foto­grafía. Los aficionados deseaban conocer las caras y el aspecto de sus ídolos. Pero no por ello quedó reducida la fotografía a su rendi­miento informativo. William Claxton, ya en los cincuenta, destacó por el tratamiento irónicamente teatral y la atmósfera vital en que hacía aparecer a los protagonistas. Lee Friediander fotografió a Charles Mingus; Eugen Smith, Richard Avedon, Roy de Ca­vara y Herman Leonard hicieron también portadas de discos de jazz. Pero fue Burt Goldblatt –diseñador, fotógrafo, gran amante del jazz y escritor– quien alcanzó en aquellos años las más altas cotas de recono­cimiento a su virtuosismo.

Hoy estas cosas pertenecen a la historia: por eso se han ganado el derecho a ser mostradas en un museo de arte moderno. De hecho, hay también en esta muestra portadas diseñadas por Albers o Warhol. Pero no son ellos quienes dan el tono. La atmósfera que recrea esta ex­posición la captará mejor quien busque en ella no arte elevado (¿como el de Warhol?), sino imágenes de una época en donde ciertas experiencias tenían un valor. Aunque, desde luego, la entenderá mejor quien no sólo se interese por las portadas de esos discos, si­no por la música que envolvían y trataban de representar.




DEL COLORIDO A LA LUPA
Las portadas de los discos de jazz no son como las demás. No es extraño que en ellas tendiese a predominar el riesgo, el humor y la caricatura: se trataba, en parte, de reivindicar un lugar para una música que no era culta ni dejaba de serlo; una música inclasificable, hecha por negros, pero también por blancos de todos los colores; gentes de mala vida y gente de orden. Vitalidad frente a solemnidad, espontaneidad frente a rigorismo cultural, generosidad frente a mezquindad. Por eso la atmósfera vanguardista siempre se sintió próxima a ese universo, y éste solidario con aquélla. Más allá del Boggie Woogie de Mondrian, el jazz Le la música de muchos expresionistas abstractos. Aunque no de Warhol.
Pero en esta exposición no se trata sólo de jazz, sino de diseño y de fonografía. Stravinski, autor de un ragtime, llegó a pensar en escribir música exclusivamente para ser reproducida en disco, y no interpretada en vivo. El filósofo Adorno creía que había que componer música sólo para ser transmitida por radio. Le daban a la técnica de reproducción tanta importancia como pobres eran entonces sus resultados.





Hoy no es difícil reproducir en casa el sonido de una sala de conciertos.  No es lo mismo, desde luego. Pero tampoco es lo mismo que el sonido que escuchaba aquel célebre perro cuando creía oír la voz de su amo. Entretanto, el pie cuadrado del elepé ha cedido su sitio a esos diminutos compactos en los que el portadista ha de trabajar con lupa. Por eso, los diseñadores se esmeran ahora en otras cosas: conciben barrocos álbumes desplegables, enfatizan lo banal y fatigan al oyente con erudiciones alejandrinas. Hasta las letras de las canciones se hacen ilegibles. Nada que ver con el cuadro de vinilo. Aunque, justo es reconocerlo, el disco suena mejor. / V J.


El Pais, 9 de enero de 1999

No hay comentarios:

Publicar un comentario