jueves, 22 de septiembre de 2011

R.E.M. “Automatic for the people” 1992 Warner Bros.









Después del éxito arrollador y merecido de “Out of time” (1991), gracias entre otras muchas razones a singles como “Losing my religión” o “Shinny happy people”, R.E.M demostraron mediado el 92 que no eran prisioneros de lo que -sobre todo en aquel momento-se esperaba de ellos: más megahits, más carnaza. Ni Michael Stipe estaba por la labor ni el grupo parecía estar dispuesto a echar por tierra su reputación con canciones para la galería. En cuatro palabras, no hacían falta golosinas.

Por terrible que fuera, se imponía la sinceridad más descarnada. Y los de Athens, fieles a sí mismos, firmaron su regreso más duro y amargo: “Automatic for the people”, una cita imprescindible para el debido reconocimiento a una vocación creativa extraordinaria que además tuvo la virtud de poner en jaque la lógica de la industria musical. Sin la baza de la coartada comercial, una guinda de cóctel que rara vez suele fallar, R.E.M. no sólo se plantaron y dijeron al mundo “somos insobornables” sino que, además alcanzaron sus cotas más altas: consiguieron cuatro discos de platino y, para redondear la faena, colaron en las listas de éxitos de todos los rincones del planeta tres temas, “Drive”, “Man on the moon” y “Everybody hurts”, donde los sentimientos siguen adquiriendo proporciones insólitas una decada después a pesar de transparentar una ausencia total de ilusiones.

No era, pues, una obra fácil o, dicho de otro modo, accesible para el público. Guiando con mano firme las riendas de la emoción, Michael Stipe destapo todos sus fantasmas y compuso las letras de doce canciones desesperadas y elegíacas; una obra dominada de principio a fin por el negro de sus abismos interiores que plasmó, sin un gramo de pretenciosidad, un mundo propio y sutil, hecho de sensibilidad y conciencia critica. A nadie -no deja de llamar la atención- le importó el hermetismo del repertorio. “Automatic for the people” era una metáfora de la soledad, la fragilidad y el desamparo; y como tal, la puerta abierta a un universo personal, ambiguo y difícilmente descifrable que sólo podía entender en su abstracta totalidad el propio Stipe. Pero funcionó y de que manera. Con su sello, atrapó a todos automáticamente. Sin concesiones. Demostrando que el sueño americano era la peor pesadilla (ahí esta la rabia de “Ignoreland”). Desafiando con poderosa convicción todos los tópicos al uso, pues -hay que subrayarlo- ningún corte de este disco condesciende a la blandenguería del corazón ni se refugia en el lamento. Un acierto incomodo y complejo, pero también singular y apasionante.

Con una musica nítidamente estructurada y con un motivo -el de la pérdida y la soledad- como elemento unificador, R.E.M. dieron en el mismísimo centro del blanco. En un lado de la balanza, queda la honestidad y el desgarro de Stipe; en el otro, lo estrictamente musical: el vigor , la fuerza y la energia de la instrumentación a manos de Peter Buck (guitarra), Mike Mills (bajo) y Bill Berry (bateria), y el inconmensurable trabajo de John Paul Jones (Led Zeppelin) dirigiendo con mano maestra las orquestaciones de violas, violines y chelos. Casi cincuenta minutos de rock en estado puro, de medios tiempos repletos de intensidad, que, hoy como ayer, deben ser escuchados, comprendidos exactamente como lo que son: como un vendaval de melancolia y angustia,, alejado de falsas afectaciones; y, también, como uno de los ejemplos mas sobresalientes de despojamiento de cualquier elemento accesorio. Sin tics, ni efectos faciles. Una musica que todavía estremece y cuya verdadera importancia se materializó a la postre en varios y complementarios niveles: el de la credibilidad, el de la originalidad y el de la coherencia. Méritos mas que suficientes para entender su magnetismo sobrecogedor y que explican, con la música por delante, la fascinación de muchos por el genio excepcional de R.E.M. tantísimas veces mal imitado.

Pablo G. Polite

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