miércoles, 11 de mayo de 2011

Pink Floyd “The piper at the gates of dawn” 1967 EMI



El título del primer disco de Pink Floyd está tomado de un libro infantil llamado “The wind on the willows”, de Kenneth Grahame, que descubre la existencia de un mundo paralelo habitado por seres fantásticos. Y aunque también descubre en Inglaterra un mundo paralelo, como era la psicodelia, “The piper at the gates of dawn” no está habitado por seres fantásticos, sino por un estudiante de arte llamado Syd Barret cuya desmedida afición por el LSD le sacó del mapa, determinando, para mal, la historia de Pink Floyd y, por extensión, contribuyendo con su ausencia a escribir uno de los episodios más nefastos de la música: el rock sinfónico. Pero “The piper at the gates of dawn” era otra cosa; nada que ver con los fastos huecos en que se escudarían Pink Floyd tras la marcha de Barret. En él se advierte tanto la voluntad de riesgo para desarrollar por intuición la génesis del space-rock como la exposición casi naíf de una pequeña colección de historias lisérgicas que encandilaron después a buena parte del pop británico. ¿No es “The gnome” un espejo del primer David Bowie?¿No es Julian Cope la reencarnación druida de Syd Barret?¿No ha alimentado la sensibilidad de “Bike” la de Dan Tracey (Televisión Personalities)?¿Y toda la trayectoria de XTC?

Grabado en los estudios de Abbey Road de Londres a la par que el “Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band” de The Beatles, ambos discos mostraron el lado colorista y fashion de la picodelia britanica. En la otra acera, los Sfot Machine de Robert Wyatt y Kevin Ayers convocaban a una audiencia menos populista. En 1967 Pink Floyd era prácticamente una jam band. Sus conciertos eran auténticos happenings donde desarrollaban un escapismo instrumental que el rock alemán hizo suyo años después con la popularización de los sintetizadores. Pero los trips de Barret, Roger Waters, Richard Wright y Nick Mason deben entenderse como un viaje lisérgico guiado por la intuición y el desconocimiento de las posibilidades reales del LSD. “Astronomy Dominé” o “Interstellar Overdrive” todavía brillan con cierta frescura. Otras, como “Pow R. Toc H.”, caen en saco roto, remitiendo su descoordinación a grupos posteriores como Faust. En “Take up thy stethoscope and walk” ya advertimos un riff molesto y gratuito: la semilla de la “grandeza” de los Pink Floyd es, curiosamente, la única canción del disco compuesta por Roger Waters.

Pero si Waters, Wright y Mason tenían algo de peso en el desarrollo del disco, cuando Syd Barret acudía a su narrativa a lo Lewis Carroll, todos los focos se volvían hacia él. En breves pinceladas dedicó “Lucifer Sam” a un gato siamés, compuso una deliciosa melodía infantil llamada “Flaming” y en “Bike” su talento dejó claro que los efectos del ácido en su cabeza no mataron una sensibilidad poco común: “Tengo una bicicleta/que puedes montar si quieres/Tiene una cesta/y una campana que suena/Eres el tipo de chica que pega en mi mundo/Te lo daría todo/si todo lo quieres son cosas/Conozco un ratón/ que no tiene casa/No sé por que lo llamo Gerald/Se está haciendo viejo/Pero es un buen raton”. Su creciente paranoia hizo imposible la convivencia en el grupo, y fue sustituido por David Gilmour, un virtuoso guitarrista de blues. Años después le dedicaron “Wish you were here”(1975) y, en un gesto benéfico (¿de verdad deseaban que estuviera allí?), le invitaron a participar en la mezcla. Tras volver a casa con su madre, Barret desapareció de la vida de Pink Floyd.

Se mire por donde se mire, el nombre de Pink Floyd siempre aparecerá en letras grandes y abultadas, participando con insoportables pretensiones del senil intelectualismo que inundó el rock a mediados de los setenta. Parece mentira que también fuera el sueño de un pequeño genio que, con un clon ninguneado de Brian Wilson e inconscientes de su propia obra, hoy regula su diabetes en un hospital de Cambridge colmando su máxima aspiración en la vida: ver la tele.

César Estabiel

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